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martes, 21 de julio de 2015

El final del cielo, Alejandro Gándara





Año de publicación : 1990

Editora : Siruela

Colección Las Tres Edades, libro 1

Ilustraciones : Ops



De inicio, una tragedia. El padre busca a sus hijos con desespero tras la caída de la avioneta donde viajaban y, tras encontrarlos, se debaten en cómo sobrevivir y salir de aquella extraña isla a donde cayeron. Es de por sí un inicio difícil, el intentar convencer salir –los tres- de un accidente como ese sin un rasguño, pero la ágil prosa de Alejandro Gándara (Santander, Cantabria, 1957) hace olvidar aquel detalle, dejándolo como si fuera menor, y es la acuciosa mirada del hombre de su alrededor la que hace que avance en la trama incluso con un buen grado de misterio por su nueva e intempestiva realidad.

El hombre que narra los hechos es un tipo divorciado quien llevó de paseo en avioneta un fin de semana a sus hijos Toto, quien bordea la adolescencia, es el que más apego tiene hacia él; y Carlota, una joven siempre a la defensiva, de respuestas cortas y muy directas, quien pondrá más de una vez en jaque a su padre en aquellas circunstancias donde más que nunca se necesita que aflore la imagen de líder de padre en nuestro narrador. Pero es al contrario, podemos ver cómo cada vez más él se amilana ante las órdenes no acatadas y las inesperadas respuestas por parte de Carlota, los animales salvajes que los acechan, el hambre, la sed y el frío, la sensación de soledad, todo esto junto y de repente hace que la duda se instale en él, que la impotencia lo domine. Presenciamos cómo se va empequeñeciendo, aflorando el enorme vacío que hay en él, en su cotidiano, considerando por primera vez la posibilidad de que su vida en realidad es un total fracaso.

Aunque es un libro que pertenece a una colección dirigida a jóvenes yo se la recomendaría a cualquier padre/madre pues no se necesita sobrevivir a un accidente aéreo para sentir aquel temor por perder el control ante nuestros hijos, el dudar si lo estamos conduciendo de la manera más adecuada, si se necesita ser autoritario para ser un buen líder. La trama es muy introspectiva, y, mientras él se empequeñece, sus hijos son lo que maduran de un momento a otro, a la mala, o eso o dejarse morir. 






El manejo del lenguaje de Gándara es otro punto a favor en la obra. La narración, como ya mencioné, es bastante ágil, y su escrita es pulida, pues sin caer en adornos forzados aquí como que las palabras escogidas embellecen el idioma castellano. Para mí, que a veces extraño mi idioma materno, es como un bálsamo depararse con obras así, o como las de Sánchez Espeso, o de Cansinos-Assens en su momento, todos ellos, por coincidencia españoles. Quizá por eso no me hago con traducciones al portugués de Pérez-Reverte o Vázquez Montalbán, entre varios otros, porque quisiera leerlos en castellano.

La presente obra viene con siete ilustraciones en blanco y negro de Ops, una de ellas la pueden ver en la portada, aunque aquella esté a color; prefiero las originales en blanco y negro al interior del libro.

Una obra muy versátil que se degusta de principio a fin. Su escrita es como una escultura, cada palabra concatenada perfectamente resultando una bella historia de conocimiento entre padre e hijos; quizá sea la palabra el reflejo de una realidad. Veo que varios otros libros suyos han sido editados por Alfaguara, así que la esperanza de que me cruce con alguno de ellos se incrementa, felizmente.



El siguiente es un relato que el padre narra a sus hijos en uno de los tantos momentos de desespero por el que pasan. Ya tengo impreso este relato que se suma a los que por la noche, antes de dormir, le leo a mi hija.


En un poblado del norte de América vivía un indio llamado Wacawa –no recordaba haber escrito o leído nunca un cuento como aquel-. Cuando Wacawa tenía doce años, un oso blanco mató a su padre durante una expedición de caza. Wacawa se quedó solo con su madre y dos hermanas muy pequeñas. Desde entonces se dedicó a pensar únicamente en el oso blanco que había matado a su padre. Empezó a tallar huesos y a fabricar armas para matarle cuando algún día hiciera el juramento de los jóvenes guerreros. Mientras tanto, su familia estaba viviendo pobremente de la caridad de sus parientes y, en particular, de la de sus abuelos paternos. Su abuelo, Ohanda, le llamó un día y le dijo: “Escucha Wacawa. De la misma manera que yo me estoy ocupando ahora de tu madre y de vosotros, sus hijos, pronto te tocará ocuparte a ti de tu familia. Cuando llegue ese momento, te pido que también te ocupes de nosotros, de tu abuelo y de tu abuela, que ya serán muy viejos.” Pero Wacawa era incapaz de pensar en esas cosas. Sólo podía pensar en el terrible oso blanco del que le llegaban noticias, ya que seguía matando en todas aquellas regiones de los grandes lagos. Wacawa se fue haciendo mayor y su obsesión por el oso blanco creció con él. Todas las noches soñaba que se encontraba con el oso blanco en una pradera blanca y que él le mataba con sus armas hechas de huesos blancos. Un día le comunicaron que podía salir de casa con la partida de jóvenes guerreros que aspiraban a convertirse en cazadores. Wacawa trajo la piel de un tigre. Su abuelo, Ohanda, volvió a llamarle y le dijo: “Wacawa, ya eres un hombre. Es hora de que te ocupes de tu familia y de tus ancianos. A partir de mañana, tú conseguirás el alimento y procurarás que tus hermanas sean honradas por los otros muchachos. También construirás un nuevo tipi para tu madre con las pieles de tus próximas cacerías. Ése es tu deber.” Pero Wacawa no había pensado todavía en ocuparse de esas cosas y le respondió: “Abuelo, estoy de acuerdo en todo lo que dices. Pero primero he de cazar al oso blanco que mató a mi padre. Hasta que lo cace no podré considerarme un hombre, ni hacer que mis hermanas sean honradas por los otros jóvenes, ni construir un tipi nuevo para mi madre.” El abuelo se quedó muy preocupado, pero dejó marchar a Wacawa. El joven guerrero desapareció con el alba y condujo su caballo hacia el lugar donde el oso blanco había matado a su padre. Tardó en llegar varias jornadas. Era en el lugar de los últimos lagos. El paisaje empezaba a helarse con los primeros fríos del invierno. Estaba convencido, desde pequeño, de que el oso le estaría esperando en el lugar en el que mató a su padre. Pero el oso no estaba allí. Y tampoco estuvo al día siguiente, ni al otro. Wacawa no quería volver al poblado sin la piel del oso. Wacawa quería ser un hombre igual al que había soñado en sus sueños infantiles de venganza. Y sabía, por esos mismos sueños, que tenía que matar a la fiera en el mismo lugar donde murió su padre. Pasaron los días y las semanas. El cielo del invierno se desplomó sobre él. Se helaron los lagos y las montañas. Su caballo murió. Se alimentaba de pescado crudo que sacaba de los agujeros del hielo. Dormía de pie, apoyado en sus armas de huesos blancos, para estar prevenido cuando llegara el oso. Pasó el invierno y la primavera fundió los hielos. Entonces pasó por allí una partida de cazadores de su tribu. Le dijeron que su familia pasaba hambre, que su abuela había muerto y que su abuelo apenas podía moverse. Que tenía que regresar antes que todo fuera demasiado tarde. Wacawa no quiso volver. El oso no apareció durante el verano ni durante el invierno siguiente. En primavera, la partida de cazadores le comunicó que su abuelo había muerto y que su madre estaba enferma. Wacawa se negó a regresar. En algunos de los años siguientes le informaron de la muerte de su madre. Sus hermanas no habían podido casarse y vivían pobremente en el mismo tipi. Wacawa preguntaba si el oso blanco seguía vivo. Los cazadores le contestaron que sí. Y durante muchos años Wacawa hizo la misma pregunta y obtuvo la misma respuesta. Su cuerpo fue experimentando algunos cambios. Ya no podía dormir de pie y las armas le pesaban demasiado. Apenas podía alimentarse con sus artes de pesca y, por otro lado, estaba perdiendo el apetito. Su pelo negro se puso blanco y una larga barba le cubría el rostro. La partida de cazadores de la primavera le dijo un año que nadie había vuelto a ver al oso y que tal vez murió. Wacawa pensó que, efectivamente, el oso debía ser ya demasiado viejo. Mucho más viejo que Wacawa. Decidió regresar. Por un momento pensó que podría hacer algo por su familia. De todas formas, hubo de pasar todavía mucho tiempo antes de dar el primer paso de su regreso. Pero un día volvió. Llegó a la misma hora en que se marchara muchos años antes, rayando el alba. Todos estaban dentro de su tipi. Buscó el de su familia y lo encontró poco después. Pero de él sólo quedaban los tres palos atados con correas en la punta. Hacía mucho que nadie vivía allí. Las piedras del hogar de la entrada no conservaban ni las cenizas. Entonces pensó que quizá sus hermanas Se habían casado y estaban viviendo en otro tipi. Fue llamando a la entrada de los tipis, pero dentro sólo le respondían con gritos y con amenazas. Al poco tiempo, se encontró rodeado de un grupo de guerreros que le apuntaban con sus lanzas y arcos, mientras las mujeres y los niños corrían a esconderse. “¡Matadle, matadle!”, gritó uno que parecía el jefe y a quien no recordaba. Wacawa no comprendía, pero le irritó mucho ser tratado de esa manera después de tantos años. Entonces alargó una mano contra el guerrero que tenía más cerca y esa mano se quedó paralizada en el aire. Wacawa la contempló como si no existiera nada más en el mundo. De sus dedos salían garras afiladas y toda ella estaba cubierta de un pelo blanco y espeso. Abrió la boca con estupor y de ella salió un rugido infernal que conmovió el poblado. “¡Matadle, matadle!”, volvió a escuchar. Una docena de flechas le atravesó la piel. Cuando Wacawa se miró el cuerpo, vio cómo la sangre empapaba poco a poco aquella alfombra de pelos blancos. Luego, murió. “A Wacawa le gustará saber que hemos matado el oso que mató a su padre”, dijo uno. “Y a toda su familia”, dijo otro.  


Pág. 131 a 135.

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